Podcast con Cata Edwards: Maldivas
- Chilean Mate
- 9 oct 2024
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 10 oct 2024
Todos los detalles que me faltaron comentar sobre mi expeciencia de buceo con tiburones Tigre en "Viaje Infinito" de Radio Infinita.

Maldivas es, sin duda, un paraíso en la tierra, una postal turística perfecta y en esteroides que aprovecha y explota el anhelo de todo ser humano: playas de arena blanca, aguas cristalinas, palmeras y hermosos resorts llenos de detalles, atención y lujo. Algo rotundamente contrario a mi estilo de vida y experiencia de viajes.
Pero entonces, ¿qué hacía allí? ¿Qué hacía en el lugar más cliché de la industria turística? Está claro que en esta vida me he me he contradicho infinitas veces, pero esta no sería la oportunidad de hacerlo, ir allá signnificaba justamente dar la vuelta a lo típico y mundano.
—Si aún no has escuhado el podcast donde hablo brevemente sobre esta experiencia de viajes, te invito a hacerlo ahora o después de esta lectura tropical. —
Las Maldivas son un archipiélago ubicado en medio del océano Índico, compuesto por 1.192 islas, de las cuales aproximadamente 200 están habitadas. Entonces, ¿cómo era posible que todas ellas fueran víctimas del turismo?
Oriol, instructor de buceo andorrano y amigo viajero a quien conocí durante mi viaje por Malapascua, Filipinas, fue quien me reveló esta joyita escondida y aún poco conocida en Maldivas.
"Que sí, tío, Fuvahmulah es súper local. Además, podremos hacer un buceito con los tiburones tigre, y con gente muy guay. Vas a flipar", me decía a solo dos meses de la fecha del destino.
Maldivas nunca estuvo en mis planes. Además, hace poco había vuelto de un largo viaje por Asia y mi intención era hacer una pausa, volver a ahorrar, tomarme un descanso. Pero la tentación y la imaginación me ganaban. Nadar con esos gigantes y gordos depredadores en las profundidades del océano, y con amigos viajeros, era casi una oportunidad única que no podía dejar pasar.

Así que, en solo un par de semanas, calculando costos, verificando información y en un acto de impulsividad máxima, realicé el pago de los vuelos. Con eso, ya no había vuelta atrás. Solo quedaba rezar para que en mi nuevo trabajo me autorizaran las vacaciones; lo demás era esperar y seguir soñando.
De Barcelona a Doha, de Doha a Malé, de Malé a Fuvahmulah. Tras 14 horas de viaje, un par de snacks, comida exótica en miniatura y unas 5 películas malas, por fin llegué a Fuvahmulah, y mi cerebro estaba frito. Hacía mucho calor, y con una humedad del 100%, mi primer instinto fue ir por unas cervezas locales bien frías, pero luego recordé que estaba en un país musulmán, por lo que el alcohol estaba prohibido. En su lugar, litros de jugo tropical.

Fuvahmulah era tal cual me la imaginaba y mejor aún: rústica, local, sin lujos, un lugar de verdad. Isla de pescadores, de adoradores de atardeceres, de vida tranquila, de gente risueña y muy amable. "Island style", me repetía "Lonubreak", para recordarme que la vida en aquella isla tenía otro ritmo, que no había prisa, que no había necesidad de cronómetros exactos, salvo aquellos relacionados con el nivel de oxígeno que llevarían nuestros tanques en cada inmersión, claro está.
Lonubreak, o Nashed Ahmemed —su nombre real—, es toda una leyenda viviente en la isla. Un local de entre 50 y 60 años, que irradiaba pura buena onda y cierta sabiduría. Su bronceado denotaba un obvio contacto diario con el sol y el mar, y su sonrisa, junto con su evidente amor por la música reggae, me recordaban mucho a Bob Marley.
Cada vez que hablaba, decía algo alentador y motivador, como si sintiera que la gente de ciudad padeciera alguna enfermedad o dolencia. Siempre encontraba la forma asertiva de hacernos entender que estar allí era también una oportunidad para ser parte de la comunidad, de acoplarse con la isla, de olvidar la matrix y de vivir apasiguadamente.
La primera vez siempre queda
Las emociones previas a la primera inmersión fueron toda una bipolar montaña rusa que oscilaba entre la ansiedad, la felicidad y la adrenalina, todo combinado con mi poca experiencia en buceo, creando un parque de atracciones único. Esto hacía de la experiencia algo épico o extremadamente estúpido. Sobre todo después de la sensación que me quedaba tras habernos obligado a contratar un seguro especial de buceo y firmar una carta que eximía a la organización de cualquier responsabilidad en caso de accidente o fatalidad. Yo, y solo yo, soy el responsable por meterme a nadar con tiburones en el azul profundo.
Y es que el tiburón tigre no es cualquier tiburón. Este pececillo puede llegar a medir entre 3 y 5 metros de largo, aunque se han visto por ahí ejemplares de hasta 7 metros, si, 7 metros! Imaginate eso, literalmente un camión carnívoro flotante. En cuanto a su personalidad, la National Geographic lo describía como un depredador “oportunista, curioso y come basura”, por lo que no duda en acercarse a explorar y probar cualquier cosa que despierte su interés, ya sea animales u objetos inusuales, es decir, totalmente impredecibles…

Y sí, pensaba en todo esto y más mientras descendíamos todos juntos bien pegaditos, a una profundidad baja, de casi 15 metros, avanzando con dirección al punto donde suelen reproducirse y alimentarse.
¿Ya les había comentado que tenía poca experiencia buceando? Es que no podía dejar de concentrarme en mi propia respiración, para disminuir el ritmo y hacer rendir el tanque de oxígeno. Eso, junto a la necesidad de estar atento y mirar en todas direcciones por el pánico de un potencial ataque sorpresa, de esos falsos que nos mostraban en las películas de Spielberg.
Se veían a lo lejos como manchas o sombras azules que, más que sombras, parecían fantasmas, porque aparecían y se desvanecían: uno, dos, tres sombras… ¿Sería un mismo tiburón moviéndose a velocidad extrema y que se detenía en diferentes lugares, o era quizás una decena de ellos queriendo averiguar qué diablos éramos?
Llegamos a unas rocas que sobresalían del fino manto de arena blanca. Servían de muralla y de iluso escondite. Nos pusimos en línea, "todos juntos" como Los Jaivas, casi formando una media luna perfecta, donde lo único que quedaba era observar y estar atentos. Había varios tiburones tigres; conté unos siete a la redonda y pasaban por los lados, por arriba, y a la distancia, algunos seguían como fantasmas...
Una de las recomendaciones era siempre mirarlos a los ojos y nunca dar la espalda, lo cual, supuestamente, evitaría ataques sorpresas. Y con la visibilidad del agua, casi cero partículas y extremadamente clara, no solo era posible mirarlos perfectamente, sino que incluso lograr hasta contacto visual.
Y entonces, uno comenzó a acercarse directamente hacia mí, cada vez más, de manera tranquila y lenta. Por su gran tamaño y color gris, parecía más bien un Led Zeppelin flotando en el agua. A medida que se acercaba, el contacto visual se volvía casi personal o íntimo, como si nos comunicáramos telepáticamente: "¿Qué haces acá, humano? ¿Acaso no me tienes miedo?"

Llegó a estar a apenas diez centímetros de mi cara, y con un movimiento errático dio un giro de 90 grados a la derecha, mientras sus grandes ojos negros seguían fijos en los míos. En ese instante, mostró con elegancia su enorme cuerpo, gordo y tatuado con esas hermosas y grandes líneas de tigre. Estaba tan cerca que pude ver detalles en su piel, la textura de sus encías, sus puntiagudos dientes, sus cicatrices.
Eiber, el alemán a mi lado, me hacía gestos con las manos en la cabeza, simulando como si su cerebro hubiera explotado. Yo solo lo miraba, estupefacto, y no atinaba a nada más que asentar con la cabeza... Estábamos pensando lo mismo: qué jodidamente afortunados éramos de estar allí, viviendo en carne propia años de Discovery Channel y Animal Planet en su versión más real y extrema. Lejos de casa, en algún punto del Índico, sumergidos en la salvaje inmensidad, codo a codo con mis colegas buceadores, rodeados por tiburones que nos hacían sentir como un banco de sardinas, vulnerables... vivos.
Y sí, maldita sea, vale cada segundo y cada centavo invertir en aprender a bucear, todo por la oportunidad de verlos, aunque sea una vez en la vida, en su hábitat natural y libres, en lugar de contribuir a su encarcelamiento en diminutos tanques y acuarios que solo sirven de adorno y tortura —tranqui, es solo un pensamiento, no me iré en esa, puedes seguir leyendo—
Los días que siguieron fueron simplemente espectaculares. Con cada inmersión, me acostumbraba más a esa sensación de insignificancia; también me adaptaba al medio, tanto, que hasta creo haber podido distinguir y reconocer alguno que otro tiburón de días, tardes o mañanas anteriores.

Para el quinto día, teníamos más de quince inmersiones en el cuerpo, y además de tiburones tigre, también tuvimos la suerte de ver un par de anguilas, peces murciélago, atunes, peces globo, mantarrayas, tortugas, pequeños tiburones de cola blanca, gigantescas paredes de corales… y una lista interminable de criaturas que parecían sacadas de una película de ciencia ficción.
Fue una experiencia que no solo me permitió bucear con bestias, sino también encontrarme rodeado de nuevos amigos. Todos unidos por el mismo amor: al planeta, al océano y a todo lo que se arrastra, nada o flota dentro de él.
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